Empiezo a ser un anciano
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Autorretrato.
Me recuerdo hace más de medio siglo, siendo un niño de siete u ocho años, cuando me preguntaba cómo sería eso de hacerse mayor, si habría alguna ceremonia, algún procedimiento, por el que se iniciase a la gente menuda como yo -entonces los "mocosos", los "renacuajos"- en la vida adulta. De existir, cifraba aquel protocolo ignoto en torno al décimo octavo cumpleaños, por ser esa la edad para el carnet de conducir. Suponía que, llegado el día, alguien me diría algo, que se extendería algún certificado a mi nombre. Lo he dicho muchas veces: quería ser mayor para poder fumar, tener novia, conducir y llevar pantalones largos...
Cumplí los dieciocho sin que pasase nada especial. Pero mayor, lo que se dice un verdadero adulto, no empecé a serlo hasta que mi existencia alcanzó el medio siglo, conducir empezó a aburrirme y dejé de buscar el don de la ebriedad con la misma avidez con que los alquimistas buscaban la piedra filosofal en el Medievo. Hasta que no fui capaz de afrontar la realidad tal como se nos ofrece, sin alteración alguna, no fui un adulto pleno y eso, ya digo, ocurrió cumplidos los cincuenta años. Entiendo que fue entonces cuando alcancé el equilibrio.
Vuelvo ahora sobre estos recuerdos porque, por el contrario, sí que aprecio una suerte de sutil ceremonia que me indica que ya soy un anciano. Más allá de la comprobación de que, entre mi época y ésta, que pertenece a mis sucesores -e incluso a los sucesores de mis sucesores-, todo ha cambiado -los gustos, las costumbres, hasta los negocios que animan los locales comerciales de las calles que recorro-; más allá de que, de este tiempo que me es ajeno sólo estime las nuevas tecnologías y las redes sociales.
A lo que voy es al envejecimiento de mis compañeros de profesión, que aprecio en los pases de prensa en los que coincidimos. Sé que es directamente proporcional al mío porque a muchos los llevo viendo desde mis primeras proyecciones privadas. Mediaban los años 80, cuando todos aún éramos jóvenes y calzábamos los famosos creepers, aquellos zapatos de teddy boy -que entonces llamábamos boogies- con toda una plataforma en la suela, que se traían de Londres. "Los veo venir con los zapatones y los calo", me decía el jefe de prensa del festival de cine de Madrid, empresa que me empleaba entonces, refiriéndose a los periodistas neófitos, aún diletantes, que acudían tímidamente a acreditarse.
Yo también era uno de ellos y, al cabo, ellos han sido mis compañeros profesionales, mis colegas -en la primera acepción de la palabra- a lo largo de todos estos años. Volverlos a ver ahora, tras el paréntesis en las vidas de todos que supuso la pandemia, en las ruedas de prensa, en los pases privados, ya con trazas de ancianos, ha sido verme a mí mismo reflejado en su senectud incipiente. O, por así decirlo, ha sido como ese certificado de ser mayor, que, siendo un niño, imaginé que alguien extendía a tu nombre en algún lado cuando cumplías dieciocho años. Ya soy mayor. Tan mayor que empiezo a ser un anciano.
Publicado el 26 de octubre de 2022 a las 15:30.